Historia de Vicálvaro | Capítulo VI, El siglo XIX

La dehesa

El azar ha permitido que llegue hasta nosotros un documento cuyo contenido resumimos a continuación. Corría el mes de septiembre de 1813 y, reunido el Concejo, acuerda dirigirse al Intendente de la provincia para que se deje sin labrar la dehesa. De hecho, sólo se había presentado un vecino solicitando una suerte, de las treinta en que estaba dividida la Dehesa Nueva. Los argumentos que planteaban eran que «tienen que mantener todo el año el ganado de labor con pienso seco, por no disponer de prados comunes, pastos ni dehesas. Por ello sería beneficioso dejar la Dehesa para pasto, habida cuenta, además, del escaso beneficio que los propios obtienen de ella...». ¡A buenas horas! Qué poco se acordaron de la fruicción con que se lanzaron sus abuelos a romper la dehesa; en el siglo XVII se actuó con absoluto desprecio de las consecuencias posteriores y ahora les tocaba pagarlas, con el error histórico de hacer desaparecer la única fuente energética gratuita de que disponía el pueblo: las dehesas boyales.

Además de esta bonita lección de historia y economía agroecológica, el citado documento nos permite conocer el primer ayuntamiento democrático de la historia de Vicálvaro. El 23 de mayo de aquel mismo año habían ordenado las Cortes de Cádiz que la provisión de cargos municipales había de ser por sistema electivo y proporcional. El 14 de septiembre, dos días después de la entrada del ejército de Wellington en Madrid, el Concejo ya estaba constituido, pues Manuel de Madrid Dávila firma como Alcalde Constitucional ostentando este cargo por primera vez en la Historia; junto a él los regidores: Tomás Sanz, Gregorio Pérez Uceda, Manuel Pinilla Cobos y Hermenegildo González, actuando Narciso Mocete como procurador síndico general.

Ahora bien, la libertad, como todo en esta vida, hay que aprender a usarla; la falta de costumbre y la lentitud de los correos (suponemos) hicieron que nuestro recién estrenado Ayuntamiento Constitucional no usase de la libertad que las propias Cortes Constituyentes le habían concedido para la administración de sus bienes, tanto comunes como propios (Instrucción de 23 de junio de 1813). Preguntaron, como solían hacer, a «la superioridad» y no sabemos qué contestaría ésta, pero al final se hizo algo distinto de lo que el Concejo dijo querer: los propios se arrendaron.

Posiblemente, las autoridades provinciales tenían miedo a la bancarrota municipal: si renunciaban a ese ingreso, ¿cómo harían frente a sus Obligaciones? Además, entre los argumentos agrícolas había otro hacendístico: pedían una rebaja en la contribución, ante lo cual la Administración Central nunca ha transigido.

Además de este dato sobre la lentitud de aquella sociedad a la hora de evolucionar, tenemos otras dos características propias de los tiempos antiguos que se prolongan dentro de la Edad Contemporánea. Una de ellas es la prestación personal a las tareas concejiles. A pesar de que la Dehesa Nueva era un bien propio del Ayuntamiento, y que éste arrendaba a los vecinos, no era el Ayuntamiento el que se encargaba del manteniemiento de las instalaciones, sino el propio vecindario: cada interesado debía limpiar su parte de zanja maestra y mantener las lindes de la suerte. Otra de ellas es que, mientras el pago del arriendo de la Dehesa Nueva y del ejido de La Torre se efectuaba en metálico (entre 15 y 125 reales por fanega y año), el correspondiente a la Dehesa Vieja se hacía en especie (entre 0,6 y 1,6 fanegas de trigo por fanega de tierra). Esto nos hace aventurar la hipótesis de que la roturación de ésta fue en épocas pretéritas, anterior incluso al 1591 en que se labró el Ejido.

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