Historia de Vicálvaro | Capítulo II, La edad media
Los primeros eran representantes de los seismos en que estaba dividida la Tierra de Madrid, que eran tres. Nuestro pueblo pertenecía, al igual que Ambroz y La Torre, al seismo de Vallecas, que cubría todas las aldeas de la mitad oriental del alfoz, desde Vaciamadrid y Velilla hasta San Sebastián de los Reyes y Fuente el Fresno. Los otros dos eran los de Villaverde y Aravaca. Importa resaltar que no eran funcionarios municipales, sino personas elegidas para tal fin, que ocupaban temporalmente el cargo sin cobrar más que las dietas.
Pues bien, en abril de 1431 aparece la primera noticia que hemos encontrado de este tipo de representante: trató con el resto de sus colegas sobre el excesivo número de paniaguados que el Monasterio de Santo Domingo tenía en estos lugares, lo que repercutía en los demás, que tenían que pechar más. Como luego se verá, las monjas de este monasterio eran las principales propietarias del término de San Cristóbal, lindante con su feudo de Corralejos.
No obstante conocer esta gestión, hasta medio siglo después no aparece con nombre y apellidos el primer «político» vicalvareño: Fernando Pérez (o Ferrand, como se decía por entonces). Nuestro ex-convecino fue recibido por el Consejo de la Villa el 5 de enero de 1481, «... del cual los dichos señores rrescibieron el juramento devido al dicho oficio...» Este hombre estuvo en el cargo de seismero todo el año, hasta que el 17 de diciembre lo ocupó un vecino de Fuencarral.
A partir de este momento varios vecinos ocuparon el puesto de máxima responsabilidad comarcal: Juan de Aparicio Martín, que juró el 23 de abril de 1487; Pascual Rodríguez, que lo hizo el 3 de marzo de 1489 y Juan Bermejo (vecino de La Torre), el 13 de febrero de 1495.
Pero no era necesario ser un alto cargo para ir a la Villa a dejar oír la voz de las aldeas; los intereses específicos de los vicalvareños pudieron oirse gracias a los vecinos pecheros que acudían al Concejo. En concepto de tal vemos aparecer a Juan García y Miguel Recio (vecinos de Ambroz), sin contar con los seismeros susodichos, que acudían a menudo, aún sin ostentar el cargo: se ve que la gente confiaba en ellos.
A los monteros los encontramos por primera vez en 1487. El 19 de septiembre de este año se presenta Fernando Pérez en el Concejo de la Villa y Tierra de Madrid con una carta del Montero Mayor de sus Altezas para la tierra de Madrid, nombrándole a él en sustitución de Juan de Vicálvaro, que era el que anteriormente ocupaba el cargo. Al tal Fernando ya le habíamos visto de seismero seis años antes: indudablemente..., ¡le iba la política!
La función que, en principio, tenían que cumplir los monteros era apoyar al Rey y a sus gentes cuando iban de caza, pero esto ocurría muy pocos días al año, en el fondo era otro privilegio honorífico, cuyos beneficios concretos ignoramos. Había en total treinta, uno por cada aldea.
El honor llegó a ser casi hereditario, pues, entre otras cosas, en 1496 dicho Fernando Pérez lo cede a su hijo Bartolomé.
Este tema nos trae de la mano otros dos: el posible origen del linaje de los Monteros y la existencia de montes en Vicálvaro. Sobre el primero nada sabemos con certeza; sólo podemos señalar que, a partir del primero, que aparece en 1484, muchos otros constan con tal apellido y, no casualmente, el nombre de Andrés Montero es el de distintos descendientes durante los tres siglos siguientes.
Sobre la existencia de montes y otros terrenos aptos para la caza regia hablaremos en otro punto de este capítulo.
Los privilegios económicos de este cargo dieron pie a fraudes o, en cualquier caso, a suspicacias. En 1502 se produjo una especie de auditoría. El Corregidor mandó evaluar las haciendas y remitir el expediente al bachiller Manso «a sus efectos». Los monteros eran en estas fechas Andrés López, Pedro Dávila y Alonso de Palacio. Las diferencias en las evaluaciones de estos bienes (entre 10 y 70.000 maravedíes) parecen atestiguar el trato de favor que se dieron (entre los peritos que tasaron sus bienes estaban ¡Bernardo y Juan Dávila!).
Mención especial merece el primer «rico del pueblo» que conocemos: Juan García. Bajo este sencillo nombre hubo un personaje, cuya vecindad y la de su familia está confusa entre La Torre y Ambroz, expresión, tal vez, del proceso de despoblación que estaba sufriendo aquélla. El tal García no sólo fue el mayor pechero de Ambroz en 1488 (esto es, el primer contribuyente), sino también contratista de obras públicas en la reparación de los daños que el río Jarama hizo en el Soto del Berrueco, propio de Madrid.
La familia García era rica por varios conceptos: Alonso García, alias «el Dómine», era un ganadero con varios pastores a sueldo; en septiembre de 1485 se queja de que los del Real le han prendido los ganados que tenía allí.
Otro Juan García (que podríamos llamar «el Viejo» para diferenciarle del otro) había dejado a su muerte nada menos que dos yuntas de tierra en La Torre a una de sus hijas, que casó con Blasco Fernández, el cual, a su vez, las vendió a otro en 1440.
Esta familia debió de estar en buenas relaciones con la Iglesia, pues, Alonso llevaba el alias citado y además fundó una capellanía: un siglo después aparece Francisco García, alias «el Frayle». Estos motes acumulativos no se encuentran en ningún otro apellido.
Pero, a pesar de ser ya ricos, querían más: en 1495, su viuda, de nombre Olalla (Eulalia) ocupó, para añadir a su huerta, un trozo del ejido del arroyo de Ambroz, por lo cual mereció sentencia condenatoria del juez de Términos de la Tierra de Madrid. Además de ello, Juan García fue hasta 1488 paniaguado del monasterio de Santo Domingo de Madrid.
En Vicálvaro no sabemos quiénes eran los equivalentes a los Garcías. Además de disponer en estas fechas de sólo un apeo de tierras y no muy extenso, tampoco pueden deducirse los principales propietarios.
Sin embargo, sí es cierto que ya aparecen algunos de los principales apellidos en la historia del pueblo; largos linajes de vicalvareños, muchos de los cuales han llegado hasta nuestros días: los Dávilas, los Martín y los De Madrid. Entre los vecinos de Ambroz que, tras su despoblación en el siglo XIX, pasaron a Vicálvaro, se halla en el siglo XV solamente una familia: los Perucho.
Otros que, durante mucho tiempo, fueron protagonistas de la vida vicalvareña, luego desaparecieron: los Casado y los Espartero.
También intervenían en la vida del pueblo bastantes vecinos de la Villa de Madrid por ser propietarios en él; no tenemos datos para conocer cómo habían llegado a esta situación. En tan temprana fecha, cien años antes de que la capital de los reinos ibéricos se instalara, lo más probable es que consiguieran las tierras en la inmediata Reconquista, cuando la villa y su alfoz cayeron en manos cristianas, por presura O por compra a los vencidos. En efecto, repasando la lista de propietarios se encuentran muchos de los más antiguos apellidos de la villa: Luján, Vozmediano, De Madrid, Monzón, etc.
Los poderosos Lujanes, unos de los principales caciques madrileños, eran dueños en el término de Vicálvaro de otro gran lote de tierras además de La Elipa: el «heredamiento de Coslada». A pesar del nombre, éste se hallaba (al menos en la parte documentada en este siglo) en término de Vicálvaro; no podemos localizar con precisión las seis yuntas que componían la heredad, pero los topónimos citados estaban todos en nuestro término (Camino del Molino de Torrejoncillo, El Castillejo, Valderrivas, Carra las Cabras, etc.).
Juan de Luján obtuvo tierras, unas 100 ha., por compra a la Villa de Madrid en 1470. Parece que Enrique IV, del cual era maestresala, le había concedido el señorío de Coslada, El Negralejo (finca propia de Madrid) y otros pagos anejos. Dos años después, en enero de 1472, le privó del señorío, dándole a cambio un pingúe cargo. Pero se conoce que, quien tuvo, retuvo: aprovecharía su corto dominio para convencer a sus colegas de la oligarquía municipal de que le vendiesen un pedazo de terreno público contenido en su término jurisdiccional. El cambio político parece que le hizo perder terreno, pues tuvo que recurrir a los tribunales para hacer valer sus derechos sobre los terrenos comprados; el licenciado Diego Martínez de Alava le dio la razón y en agosto de 1481 recobró la posesión y el disfrute de esta hermosa finca.
Sin embargo, también empezaron a surgir tímidamente los que serían plaga en el siglo XVI y, sobre todo, en el XVII: los altos funcionarios y la gente palaciega que la Corte trajo en pos de sí. Ramírez, Covarrubias y Mármol son tres casos de este grupo.
— Francisco Ramírez era, en 1485, secretario (¿del Concejo?); heredó de su padre un paquete de tierras en La Torre. Un siglo más tarde, en 1578, Alonso Ramírez, vecino de Madrid, aparece ya con un hermoso «don» delante.
— Andrés de Covarrubias empezó su carrera política, que sepamos, tomando parte por doña Isabel en la confrontación que ésta y los de su partido mantuvieron contra la heredera oficial, su sobrina, doña Juana.
Por esas fechas (1465-75) se hizo con unas tierras que la Villa de Madrid consideraba suyas y por las que pleiteó con él.
Su adscripción política al partido vencedor parece clara en 1485, cuando figura como «portero de nuestra Casa» (de los Reyes Católicos), según reza la Real Cédula de 25 de noviembre de este año.
De 1489, fecha en la que él empieza a agilizar el asunto junto a sus poderosos amos, data una «sobrecarta», a petición de Andrés de Covarrubias, ordenando le fuesen restituidos «los bienes que en la villa [sic] de Vicálvaro le fueron tomados estando él prisionero en el Alcázar de Madrid por haber tratado de entregar la villa a SS. AA. [sus Altezas], no obstante el perdón concedido a ciertas gentes del Marqués de Villena autores de dicho robo». Firmado: «La reina».
Diego López Pacheco, Marqués de Villena, y principal cabeza de los «juanistas», custodiaba en 1475 a su Señora (una niña de doce años) en el Alcázar de Madrid, junto con la mayoría de los nobles madrileños (Vozmedianos, Ludeñas, Lujanes, Dávilas...), mientras que el pueblo llano y alguno de los anteriores apoyaban a Isabel; debió ser en este contexto donde Covarrubias intentó hacer una heroicidad entregando la villa a doña Isabel, pero fracasó y cayó preso del alcalde Rodrigo de Castañeda. Luego se lamentó de que, después de ser «héroe de guerra», se permitiera que los vencidos (según él) le retuvieran tierras. A esto se le llama «pasar factura por los servicios prestados».
La realidad no era tal. Según consta, Covarrubias había comprado las tierras a los «frailes de la Cruzada», «so color de mostrencas». Esta arcaica y sabrosa locución encierra el hecho (elemental para los de entonces) de que los hermanos de la Merced (de la Redención de Cautivos, o de la Cruzada) podían adjudicarse, para sus propios fines, todas las tierras que no fueran de nadie, así como los animales, bienes ab-intestatos, etc. La cosa consistía en saber si realmente tenían dueño o no, pues la Villa de Madrid no compartía esa opinión: pleiteó y consiguió sentencia favorable del Juez de Términos, licenciado Del Aguila: la villa había sido despojada y se le debían restituir los bienes.
Pruebas hay de que eran de Madrid y no de dueño desconocido: Juan León, apoderado de los frailes, testificó ante el juez que Covarrubias le había dicho, al pagar los 70 reales, que «esto quiero dar y tenellas mientras paregiese dueño y si pareciese dexallas y yo he plazer de dar estos dineros». No tenía la conciencia tranquila, pero lo intentó por si acaso.
Además, como todo pájaro sin nido, voló. El doctor Monzón, otro testigo del juicio, nos cuenta que «... sabe [que cuando el] dicho Covarrubias vendió a A|lons]o del Mármol la heredad de Vicálvaro, en bueltas le vendió las dichas tierras, e queste testigo dixo al dicho Alonso de Mármol que nos las comprase, que no eran suyas ni las podía fazer suyas, que se avia entrado en ellas que no parecia dueño... e que asi se descontaron de la compra que se fizo...».
Es decir, que no tuvo éxito. La burocracia municipal actuó lenta, pero segura. Alonso de Mármol debió consolidar la posición adquirida a Covarrubias, pues le veremos aparecer más adelante dueño de buenas bodegas. Fue miembro del Concejo (representante de los caballeros), luego escribano (notario) del Concejo y después escribano de Cámara y secretario del Consejo Real, en fulgurante carrera de no más de cinco años.