Historia de Vicálvaro | Capítulo IV, El siglo XVII

De nuevo la Corte

Tras el período de estancia en Valladolid (1601-1606), en marzo de este último año, Felipe III y todo su séquito de emplumados, plumíferos y compañía retornó a la Villa de Madrid. Cuentan los cronistas de la época que el anterior lapso fue de tanta melancolía y congoja para los madrileños que, enloquecidos de pena ante la pérdida de la Corte, su dorada parásita y animadora, recurrieron a arbitrios para remediarlo.

Se empleó el clásico sistema de «a Dios rogando y con el mazo dando»; no se sabe de cierto si fueron 250.000 los triduos, novenas y panegíricos que se hicieron para rogar por la vuelta de la Corte, pero sí que un cuarto de millón fueron los ducados que el Concejo ofreció de «prima» para «motivar» al Rey.

¿Cuáles serían los beneficios que esperaba obtener el Concejo para compensar tamaño desembolso?

La barroquización y la decadencia de los hábitos cortesanos empezaron a agrandar la brecha de separación entre la Villa y Corte y las aldeas de su tierra. Se romperían ya, irremediablemente, los degradados lazos de fraternidad y colaboración Villa-Tierra, propios de la Edad Media.

En 1631 se comenzó la construcción del Real Sitio del Buen Retiro, a instancias del conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV. Este «tapón» entre Madrid y Vicálvaro tendría notable influencia en el desarrollo urbano de nuestro término. Tras él se creó un vacío que no se empezaría a llenar hasta 1950-60, mientras que por sus bordes (las carreteras de Aragón y Valencia), el caserío avanzó muchos kilómetros.

Existe un poemilla anónimo de 1649, escrito en el retorcido y empalagoso estilo de la época, en que se cuenta, hiperbólicamente, el asombro que produjo aquella obra. El autor escogió casualmente (?) a una vicalvareña para personificar al aldeano boquiabierto frente al oropel cortesano:

«Del Prado de San Gerónimo
dejando sus fuentes y álamos,
pasó al Retiro una rústica
pero sin zelos ni cántaro.

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Vió desde el noble hasta el ínfimo
que hazían Corte del Páramo
esperando el Sol austriaco
bello, rubicundo y cándido.

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Entró la Reyna hermosísima
y el de la Fé propugnáculo
que triunfos goze sin número
cuya espada tema el Bárbaro.

La villana sin hipérboles,
por inmodestos fantásticos,
los habló en estilo ridiculo
pero dexando preámbulos.

Amándoos a lo Platónico
vengo Reyna, de Bicalvaro
porque hasta veros, de lágrimas
no se me enjugan los párpados.»

¡Qué vergüenza! Vergüenza propia de pensar que la pérdida de la dignidad del pueblo había llegado a tal extremo; vergüenza ajena al saber lo que la Corte pensaba de nosotros. Los honrados labriegos que sacaban pan de ese páramo muchos siglos antes de que llegase la retahila de funcionarios y poetastros quedaban ya relegados al papel de paletos que, para mayor inri, gastaban de sus bolsillos miles de ducados para financiar esta puesta en escena. Si hay que fijar una fecha para la entrada de Vicálvaro en el «Tercer Mundo» bien podría elegirse 1649.

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